Un atentado terrorista
siempre siembra un dolor infinito, mucho miedo y el desconcierto propio de las
pesadillas. La violencia ciega, la muerte caprichosa, el azar que salva o
condena a una persona por motivos tan nimios como comprobar que se le han
desatado los cordones de los zapatos un instante antes de doblar una esquina, o
regresar a casa a recoger algo olvidado y perder el metro que pensaba coger,
nos enfrenta con la fragilidad de nuestra vida.
Pero al otro lado del susto, de la amargura y las lágrimas,
está la necesidad de reaccionar, de recobrar la vida cotidiana, de analizar lo
que sucede para intentar comprenderlo. Ese proceso arroja conclusiones.
Los responsables de la seguridad de los países de la Unión
Europea han hecho autocrítica para reconocer su responsabilidad por no haber
aplicado los protocolos acordados para combatir el terrorismo después de la
anterior tragedia de París.
Debemos preguntarnos si su diligencia podría habernos
protegido de un cinturón de explosivos alrededor de la cintura de un fanático
suicida, dispuesto a morir matando.
Es otra crítica la que debemos hacer, la del continente rico
que no ha sabido reaccionar ante el sufrimiento de los pobres, la falta de
interés en la integración de los inmigrantes, la ceguera del Estado de
Bienestar ante el florecimiento de los guetos en el extrarradio de sus grandes
ciudades.
Ningún protocolo nos salvará de nuestros propios errores.
Ahora más que nunca, o como siempre que actúan estos
descerebrados fundamentalistas de religiones mal interpretadas, toca colaborar
y buscar la unidad de todas las naciones para encontrar soluciones que paren
esta barbarie.
Nos equivocamos si creemos que la solución es que los países
afectados directamente por los atentados actúen individualmente con medidas de
urgencia. Los atentados de Bruselas, al igual que los anteriores, nos dañan en
lo más profundo, pero no sólo a los países occidentales, sino también a los
países y religiones en cuyo nombre dicen matar los terroristas suicidas y
asesinos, ya que estos son una minoría.
Tras la indignación y la rabia, debemos mostrar fortaleza y
unidad, y buscar soluciones justas que puedan convencer, y no sembrar más odio,
que es lo que quieren y esperan los asesinos. A estos no hay que imitarlos,
sino detenerlos y juzgarlos.
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